“El rey entró después a ver los que estaban sentados en la mesa, y se fijó en un hombre que no estaba vestido con traje de fiesta. Y le dijo: Amigo, ¿Cómo entraste aquí sin traje de fiesta? Pero el otro se quedó callado. Entonces el rey dijo a sus servidores: Amárrenlo de pies y manos y échenlo fuera, en las tinieblas, donde no hay sino llanto y desesperación” Mt 22,11-13
El evangelio que este domingo la Iglesia nos regala, es muy significativo y tiene una gran enseñanza muy profunda para todos nosotros. Seguramente ya lo hemos escuchado muchas veces. Es la parábola del banquete nupcial del hijo del Rey.
En verdad, la alianza de Dios con el pueblo de Israel siempre era comparada con un matrimonio entre Dios y el pueblo. El punto alto de este encuentro, de este casamiento, debería suceder con la venida de Jesús a este mundo. Pero los judíos, en general, no reconocieron a Jesús como el Mesías, como el salvador, como el Hijo de Dios y se rehusaron a participar de la fiesta de bodas. Entonces Dios, ante el rechazo de su Hijo, abrió la fiesta para todas las personas de todas las razas, pueblos, lenguas y naciones, sin importar la condición social y sin hacer caso del pasado, para que, con esta gente, pudiera formar un nuevo pueblo, una digna esposa para su Hijo: la Iglesia. Los misioneros de Cristo, son los que van en todos los lugares y anuncian que Dios está invitando a todas las personas para una alianza, un matrimonio, una grande e interminable fiesta.
Pero hemos visto que cuando el Rey llega para el banquete percibe que una persona está sin el vestido de fiesta. Lo interroga, él se queda callado, y entonces, el Rey lo hecha fuera, no le deja quedarse para la fiesta, pues no tiene el vestido adecuado.
Cuando yo era menor, me parecía muy extraña esta actitud del rey, me parecía demasiado expulsar a alguien sólo porque no tenía el vestido adecuado. Para comprender esto en modo correcto es necesario entender el sentido simbólico del vestido de fiesta.
El rey pidió a sus empleados que invitaran a todos los que se encontraban por las vías, pobres, extranjeros, empleados, vendedores, prostitutas, ambulantes, niños, deficientes… todos los que estaban allí, sin excepción, todos los que querían participar de esta fiesta, de la Iglesia, eran invitados. Nadie era discriminado, bastaba aceptar la invitación.
Todos los que aceptaban eran acogidos y los empleados les preparaban para comprender lo que significaba participar de esta boda: el esposarse con Cristo Jesús, el Hijo del Rey.
Lo primero era renunciar al mal, al pecado, a estar bajo el dominio de Satanás; eso significa que, deberían abandonar la vida de antes para vivir una nueva vida: la vida de esposado con Dios;
Lo segundo era aceptar que Jesús era el Mesías: el Hijo de Dios, Emanuel, Dios-con-nosotros.
Teniendo estas dos cosas: todos los invitados deberían ser lavados, esto es ser bautizados en la fuerza de la sangre del Cordero, para que todos sus pecados, todas sus deudas, todas sus suciedades, fueran gratuitamente perdonados, pagados y purificados. Era el propio Esposo que asumía y pagaba con el precio de su sangre, todas las cuentas de sus invitados. No importaba si antes fueron prostitutas, adúlteros, ladrones, idolatras, asesinos, malos… con la gracia del bautismo, todos se quedaban redimidos. Y cuando salían de la fuente bautismal, cada uno recibía un vestido blanco, vestido de fiesta, que significaba ser revestidos del Espíritu Santo.
Este vestido debería ser conservado siempre limpio, y esto se hace: evitando el pecado.
Existen dos tipos de pecados: los ligeros o cotidianos, que nos ensucian como el polvo –y aunque debemos evitarlos– no se consigue jamás evitarlos del todo, entonces necesitamos purificarnos cada día con la oración del Señor: el Padre nuestro, que san Agustín llamaba de bautismo cotidiano, también con algún sacrificio y con la caridad, las limosnas. Existen también, los pecados graves o mortales, que destruyen en nosotros la gracia del bautismo, esto es, nos hacen perder la vestidura nupcial, nuestra ropa de fiesta. Estos son los pecados que los cristianos deben evitar con todas las fuerzas, pues ellos nos hacen de nuevo esclavos del enemigo.
Ahora sí podemos entender cuál es el problema de aquel hombre que estaba sin su traje de fiesta. Era uno que no se había preparado para la fiesta, que no había querido renunciar al mal, ser lavado en el bautismo y recibir el vestido nupcial, o sino uno que lo había perdido porque había vuelto a su vida anterior, al pecado, al dominio de Satanás.
Y cuando alguien pierde su gracia bautismal, ¿ya está condenado? ¿No podrá jamás participar en la fiesta? ¡NO! Dios nos da siempre una nueva oportunidad. Él nos dejó el sacramento de la penitencia y reconciliación. Este sacramento cuando lo vivimos con un auténtico arrepentimiento, nos devuelve la gracia bautismal, nos brinda de nuevo el vestido de fiesta.
Entonces, el problema de este hombre era no sólo el no tener el traje sino el quedarse callado delante de la pregunta: ¿Cómo entraste aquí sin traje de fiesta?
Si él hubiera confesado, con un sincero dolor, el haberlo perdido y pidiera –por misericordia– recibir otro traje, seguramente hubiera participado de la fiesta. Fue su pecado, revestido de orgullo o maldad que no le dieron alternativa: fue atado y echado fuera a las tinieblas.
Seguramente todos hoy debemos preguntarnos: ¿cómo está mi traje de fiesta? ¿Lo tengo todavía… o necesito revestirme de nuevo? Lo cierto es que, sin este vestido, no podemos estar en la fiesta.
El Señor te bendiga y te guarde,
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.